Olivier G. Durán | Escritor

Chabe01, CC BY-SA 4.0, via Wikimedia Commons

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UNA DAMA NOCTURNA: PARTE II

Nada más entrar en aquel agujero subterráneo la invadió un olor a orina y sudor humano bastante desagradable. Con incomodidad, Méryl se agarró la parte baja del vestido con ambas manos para evitar tropezar y caer rodando por las escaleras. El repiqueteo de los tacones en su rápido descenso parecía sincronizarse con el acelerado corazón de la espía. Y no era para menos: aquel lugar se encontraba poco concurrido, lo que unido a las luces fluorescentes blancas y el constante hedor, conferían a la estación de una atmósfera agobiante, casi terrorífica.

La mujer se llevó una de sus manos a la oreja para retirarse el pinganillo y guardarlo en el interior del vestido; prefería tener los sentidos despejados, alerta, además de que, una vez perdida la cobertura, el cacharro había quedado desprovisto de toda utilidad. Cuando llegó al final de la escalinata se encontró a un joven de aspecto cansado y bohemio tocando la guitarra a cambio de unas monedas que no llegaban. De hecho, el abrigo sobre el que reposaba el dinero «donado» apenas contaba con unos pocos euros brillantes. El artista se la quedó mirando, con el cabello algo largo semioculto por un sombrero negro, como esperando que esa mujer de tan distinguida apariencia le regalara más de un billete. Méryl le mantuvo la vista y, rauda, se aproximó a los tornos. Seguidamente, sin quitarle un ojo de encima, como envalentonada, como queriendo dejarle claro que no recibiría de ella un solo céntimo, saltó el aparato metálico y se coló a la zona de las vías sin pagar el billete. No tenía tiempo para cumplir las leyes; su vida pendía de un hilo negro y frágil.

Sin perder un segundo se dirigió a paso rápido hacia una de las líneas de metro. No quiso fijarse en cuál, aunque le pareció distinguir un número once junto a la entrada. Lo que sí pudo ver con claridad fue la sombra de varios hombres alcanzando al frustrado músico de la guitarra. Aprovechando la soledad del momento y que acababa de perder de vista a las amenazantes figuras, corrió escaleras abajo hasta las mismas vías del tren. Estas se componían de un largo túnel de unos setenta y cinco metros recubierto de azulejos blancos biselados. Muchos de ellos faltaban o estaban ampliamente deteriorados por el paso de los años y la dejadez de la administración, lo que empeoraba el ambiente. Únicamente el nombre de la estación —Porte des Lilas— en azulejos azules brillantes y los preciosos mosaicos de flores de lilas rebajaban la tensión del momento.

Justo cuando acababa de pisar el andén, el estruendo de un tren tomó a Méryl por sorpresa, sobresaltándola. «¡Justo a tiempo! Si me doy prisa aún podré dejarlos atrás», se dijo, triunfante. Sin embargo, la alegría se le escapó entre los dedos al notar que el convoy no se detuvo. Por contra, parecía acelerar la velocidad, dejando en la joven la sombra continua de su estampa alargada y mecánica, solo iluminada por los huecos entre vagón y vagón al pasar, como burlándose del desconsuelo de ella.

Fue en ese instante en el que, a través de los huecos y las ventanas del tren, atisbó a sus perseguidores al otro lado de las vías. Probablemente se confundieron de pasillo al bajar, creyendo que Méryl había entrado en el otro andén. Asustada, la mujer corrió veloz hacia la otra punta, aprovechando que el ruido del metro ahogaría el sonido de sus tacones.

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Le Badaud, CC BY-SA 4.0, via Wikimedia Commons

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Le Badaud, CC BY-SA 4.0, via Wikimedia Commons

Tan concentrada estaba en observar a través de las ventanas del tren a esos peligrosos hombres que no se percató de que la salida del andén a la que se dirigía se encontraba en obras. No había alternativa y volver sobre sus pies sería entregarse a los brazos de los matones de la primera dama francesa.

Justo en ese momento, el convoy desapareció, adentrándose en las profundidades del túnel.

—¡Ahí está! —gritó uno de los hombres, de piel negra y brillante, señalándola con un dedo. Los demás, cuatro ejemplares inmensos como porteros de discoteca, empezaron a bajar a las vías para alcanzar a la mujer.

Méryl lo tuvo claro: la única salida posible era imitarlos y seguir el trayecto del tren hacia las profundidades. Pegó un salto y cayó sobre el suelo de piedras afiladas, rompiéndose un tacón en el proceso y resbalando hasta caer de bruces, rasgándose las manos. Con un movimiento veloz se quitó los tacones y los enredó en el vestido para iniciar, agitada y sufriendo cada arista de las piedras, la aventura túnel adentro.

«¡Voy en desventaja! Ellos llevan zapatos y yo, descalza, me estoy destrozando los pies. Tengo que encontrar una salida ya o me alcanzarán».

Y es que, a pesar de estar a unos setenta metros de distancia, los matones iban ganando cada vez más terreno a la espía.

La penumbra pronto se convirtió en una oscuridad densa y sofocante. En el interior de aquella cueva urbana resonaban los pasos, los jadeos y respiraciones, y hasta los choques de las piedras, todo a un volumen exagerado.

Por fin, la protagonista vislumbró unas pequeñas luces, provenientes de una falla eléctrica que producía chispas a mitad del recorrido. Se aferró a esa visión como si se tratara de la meta en la carrera por la supervivencia. Y parecía que la vida le estaba sonriendo pues, para su alivio, una pequeña puerta negra, llena de hollín y suciedad, la esperaba a escasos metros del lugar de las chispas.

«¡Es mi oportunidad! ¡Que esté abierta, por favor!».

Una vez alcanzada la desesperada meta, empujó con todas sus fuerzas aquella salida con un cartel viejo y desgastado en tono rojo que gritaba alto y claro: «interdit» [prohibido]. La puerta, sin embargo, no se abrió.

—¡No! ¡Ábrete! —no pudo evitar exclamar con la voz rota y los ojos hinchándosele en lágrimas. Los sonidos de las voces y los pasos enemigos prácticamente le suspiraban en la nuca. Sabía que, de no conseguir traspasar esa salida, estaría totalmente perdida; no tendría posibilidad de salir con vida de ese túnel en el que ya prácticamente la habían alcanzado. Volvió a empujar la puerta metálica como si no hubiera un mañana, ansiosa. —¡Vamos! ¡Tienes que abrirte! ¡Por favor!

Contra todo pronóstico y viendo ya su cadáver siendo pisoteado por los trenes parisinos, la puerta hizo un pequeño amague: unos centímetros de apertura en los que cabrían los dedos de su mano.

—¡La tenemos! —clamaron los hombres, produciendo un eco ensordecedor.

«¡Un poco más, ya se está moviendo», se animó, muerta del miedo y la ansiedad.

Poco a poco la vieja placa metálica fue cediendo ante ella hasta mostrar una abertura lo suficientemente ancha como para que la menuda mujer pasara por ella. Y no perdió el tiempo: se arrastró por la pequeña gruta como pudo, arrepintiéndose de llevar puesto un vestido tan pomposo. Aún con todo, el esfuerzo dio sus frutos y enseguida hubo traspasado —con el vestido algo roto, eso sí— la salida a la supervivencia.

Sin dudarlo, cerró la puerta tras ella con todas las energías que le quedaban, y se alegró al ver un pasador, el cual activó para bloquear la entrada. Estaba casi ahogada, le costaba mucho respirar. Se alejó de la puerta a máxima velocidad previendo un ataque y no se equivocaba; nada más girar la esquina del estrecho pasillo en el que se encontraba los matones la emprendieron a balazos contra la puerta, sin éxito.

—¡Abridla, no podemos perderla! —los gritos le llegaron desde el otro lado del metal.

«Debo darme prisa, en cualquier momento sus armas darán con el pasador y podrán entrar», se dijo.

Comenzó así un nuevo trayecto en una zona de máquinas iluminada por luces de emergencia de fuerte tonalidad ámbar que giraban sobre sí mismas, varias de ellas rotas, lo que producía una suerte de parpadeos psicodélicos que no hacían sino incrementar la sensación de asfixia de la joven. Los pies desnudos le dolían horrores, pero prefirió no usar los tacones para no generar un repiqueteo que señalara su ubicación. Las paredes de cemento se abrían a nuevas salas abovedadas y pasillos, convirtiendo la zona en un laberinto de concreto. Esto era positivo para evitar ser encontrada, pero un obstáculo para escapar de aquel lugar.

«No puedo detenerme, corro el riesgo de que lleguen a encontrarme», reflexionó. «Mi única opción es seguir adelante, hasta la salida».

Con ánimos renovados, persistió en su travesía, subiendo y bajando escaleras abovedadas de metal oxidado, atravesando zonas en completa oscuridad, y volviendo a reencontrarse con las agobiantes luces ámbar y sus intermitencias epilépticas. Tras unos veinticinco minutos de huida, sintió que no podía más y se tiró al suelo. La saliva le empezaba a saber amarga.

«Si sigo así me volveré loca», se lamentó, reignada. Sacó el pinganillo, con la esperanza de un milagro… pero, obviamente, seguía sin conexión. «Debería encontrar un sitio en el que esconderme y descansar».

Se levantó como pudo y cambió el motivo de su viaje. Tras otros diez minutos de caminata, encontró una zona de armarios metálicos y maquinaria. Se acercó e intentó abrirlos: la mayoría estaban clausurados con llave, pero un par de ellos la recibieron con los brazos abiertos. Se ocultó en el interior del más pequeño y cerró las rejas tras ella, asegurándose de que las sombras la ocultaran también. Era un sitio frío, extremadamente sucio y húmedo, con un goteo constante que le caía sobre el hombro y la cabeza, pero no había una opción mejor. Refugiada en aquel rincón, se hizo el silencio. El dolor de los pies, músculos y huesos subió en intensidad pero el cansancio fue aún más abrumador. Tanto, que los párpados se le fueron cerrando en contra de su voluntad.

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Un estruendo, semejante al gemido doloroso y desgarrador de un agonizante, la despertó de súbito. De haber alguien en ese lugar habría escuchado claramente el grito ahogado de la espía. Por fortuna, seguía sola.

«Me quedé dormida, soy una irresponsable», se riñó a sí misma a la vez que hiperventilaba por el susto. «Debo salir de aquí con cuidado y cuanto antes. ¿Cuánto tiempo habrá pasado?».

Notó en ese momento que el ruido que la trajo de vuelta al mundo real provenía de las máquinas que tenía sobre la cabeza, deduciendo que, si sonaban a pleno rendimiento, es porque habían abierto la estación y, por tanto, ya había amanecido. Mientras reflexionaba sobre aquello, notó un movimiento en el vestido y vio cómo unas cosas de textura peluda salían de él para subírsele a la pierna y al brazo derecho.

«¡Ratas!», clamó en el fondo del corazón. Se sacudió como pudo y enseguida abrió las rejas que la protegían para salir de aquel improvisado escondite. Efectivamente, y para su enorme disgusto, varios ratones salieron huyendo del lugar en todas las direcciones. 

—Este trabajo no está bien pagado, ¡Por Dios! —susurró, asqueada.

Después de unos instantes que utilizó para tranquilizarse, retomó la travesía, confusa sobre hacia adónde ir. No pasó mucho tiempo hasta que dió con un área iluminada por lo que parecía ser la tenue luz exterior de la mañana. «¡Una salida!», pensó. Sin embargo, para cuando llegó allí vio que se trataba de un respiradero que daba, ciertamente, a las calles de París. Eso sí: la placa metálica de ninguna manera se abriría para regalarle la libertad. Una idea, de pronto, le vino a la cabeza: rebuscó en el vestido negro y sacó aquel pequeño dispositivo de comunicaciones para colocárselo en la oreja izquierda.

—¡Jordan! ¡Jordan! ¿Me oyes? —Silencio y sonido perpetuo de estática—. Jordan, por favor, ¡dime que estás ahí! Aquí la agente hache, zeta, dos, dos, siete; necesito ayuda urgente. ¡Socorro!

Hasta ese preciso instante, no se había dado cuenta de que le traqueteaban los dientes por las bajísimas temperaturas del lugar. Se relamió los labios resecos para humedecerlos, dejando en ellos un sabor amargo proveniente de aquella saliva que ahora sentía tan espesa. Suspiró, al ver que nadie le respondía. La sombra de algunos transeúntes la cubrían por breves momentos; personas que seguían con sus vidas sin conocer el mundo  oculto y profundo de los bajos fondos franceses en los que se movía ella.

—¡Méryl! ¿Sigues ahí? —Le volvió la vida al cuerpo; nunca había deseado tanto escuchar la voz del tonto de Jordan.

—¡Jordan, sí, aquí estoy! ¡Por Dios, tienes que ayudarme, tienes que sacarme de aquí! —Quiso llorar de la emoción, pero no lo hizo.

—Estoy triangulando tu posición. ¡Cuánto me alegra oír tu voz! Sabía que eras una chica de recursos. Dame datos sobre dónde te escondes.

—Sigo en el metro, tuve que huir de los disparos de esos desgraciados. Estoy en las profundidades, en la zona de máquinas, pero completamente perdida. He recuperado la cobertura porque encontré un respiradero que da a las calles. Sin embargo, no puedo abrirlo, claro está.

—De acuerdo, el GPS funciona con retraso, seguramente porque estás demasiado profundo bajo tierra… —Se quedó unos segundos en silencio, para desesperación de la chica—. ¡Ya te veo! Todavía estás muy cerca de Porte des Lilas, creo que podrías volver sobre tus pasos.

—¿Y si siguen allí? Preferiría ir a otra estación…

—Para cambiar de estación tendrías que subirte a un tren o andar por las vías a riesgo de que te embistan, y los jefes dicen que debemos sacarte de ahí enseguida. Así que olvídalo; estamos mandando agentes a controlar todas las entradas a la estación des Lilas, así que no te preocupes.

La mujer suspiró, no muy convencida.

—Está bien, pero… ¿cómo salgo de aquí?

—Estoy descargando los planos del subterráneo. Dame pistas, ¿ves algo que me pueda ayudar a ubicarte?

Méryl echó un vistazo a su alrededor, desesperada por abandonar esa cueva.

—Pues a ver… veo muchas máquinas pero no sabría describírtelas. —Miró hacia arriba, hacia el exterior—. ¡Espera! Veo un cartel a través del respiradero, pone… —achinó los ojos, intentando enfocarlos— La CroiséeLa Croisée

—¡La Croisée des mondes!

—¡Eso es, Jordan!

—Es una librería. Vale, si puedes ver eso es porque el respiradero en el que estás debería localizarse… ¡Aquí! ¡Te tengo, Méryl! —La espía se alegró tanto que, de haberlo tenido delante, le habría dando un beso en la frente. Y, si lograba sacarla de allí con vida, quizás se lo daría en los labios: hacía tiempo que el chico se le había declarado y a ella no le parecía nada feo… —Escúchame, detrás de ti deberías ver un pasillo con una escalera al fondo. —La compañera se giró para seguir con la vista las indicaciones—. Tienes que subirla y te encontrarás con cinco pasillos. Lo sé, es un laberinto esto. Coge el primero de la izquierda. A partir de ahí sigue recto hasta que se acabe. Es un pasillo largo y lleno de puertas y salidas, pero debes mantenerte en él hasta el final del todo. Cuando llegues a la pared, abre la puerta de la derecha. Esa es la salida a la estación. Te esperamos en todas las bocas de metro, da igual por la que salgas, ¿vale?

Méryl se quedó en silencio, le parecía un trayecto algo largo para recordarlo, por lo que pidió que le repitiera las indicaciones. Esta segunda vez sí que se las grabó en la cabeza. Con ello, se despidieron y ella comenzó la huida.

En general fue una ruta sencilla cuando la llevó a cabo. Eso sí, la hizo a paso lento, temiendo cruzarse con los perseguidores. Nada le garantizaba que no estuvieran allí, al acecho.

Por fin llegó a la puerta final, una muy distinta de la que tanto le había costado abrir en el túnel: estaba sucia, sí, pero al menos aún se distinguía el blanco original. Además, era de PVC, lo que le anunciaba que de verdad se encontraba a un paso de regresar a la estación. Suspiró, giró la cabeza sobre el cuello —produciendo unos crujidos en las cervicales— y giró el pomo para recuperar la libertad.

Cerrada. La puerta… estaba… CERRADA.

«No… ¡No! ¡No puede ser!», se lamentó, horrorizada. «¡Jordan, te voy a estrangular!».

Se debatió entre si volver al respiradero a pedir auxilio al estúpido de su compañero o buscar una alternativa por su cuenta, pero consideró que no recordaba lo suficientemente bien el camino como para no perderse. Ademaś, tenía la salida tan cerca, en sus manos… 

«¡Pum, pum, pum!», golpeó el PVC con todas sus fuerzas.

—¡Ayuda, por favor! ¡Que alguien me abra! ¡Llamen al revisor, a alguien!

Tras unos momentos que se le hicieron eternos, una voz le respondió desde el otro lado.

—¿Oui? ¿Quién es?

—¡Hola! ¡Por favor, sáqueme de aquí, estoy atrapada!

—¿Cómo que atrapada? ¿Cómo ha llegado allí, madame?

—¡Es una larga historia! Llevo toda la noche encerrada, por favor, ¡ayúdeme! —Se escuchó un suspiro y, a continuación, se hizo el silencio—. ¿Hola? ¿Sigue usted ahí?

De pronto, se escuchó el ruido metálico propio de un llavero en el que sus piezas chocan las unas con las otras. A continuación, la puerta vibró y el sonido de una cerradura le devolvió la esperanza. Por fin, se abrió ante ella la salida, cegándola con una luz brillante blanca, hasta el punto de tener que ocultarse los ojos con la mano.

—¡Madame, por Dios! ¿Qué hace usted ahí dentro? —Una señora regordeta y bajita con un manojo enorme de llaves en la mano la ayudó a salir del agujero.

—¡Gracias, gracias, de verdad! —Meryl no podía parar de agradecerle.

La señora, vestida con el uniforme de las revisoras de la estación, intentó hacerla sentar en un pequeño taburete, a lo que la espía se negó. Cuando los ojos por fin se le acostumbraron a la potente luz de los fluorescentes, se dio cuenta de que estaba en la oficina de atención al cliente.

—Déjeme que la ayude, madame, tengo que llamar a alguien de seguridad para que la atienda y para que usted le explique cómo es que se quedó ahí encerrada. Es una zona de acceso restringido, señora.

Méryl la tomó de los hombros y de un movimiento ágil cambió de lugar con ella, quedándose junto a la puerta de salida.

—No se preocupe, ya estoy bien, tengo que irme.

—No, no puede marcharse, madame —protestó la mujer—, esto es algo altamente irregular…  

Pero para entonces Méryl ya estaba abriendo la puerta y, de un tirón, se zafó de los gruesos brazos de la revisora, pese a los gritos de esta.

Corrió, aún descalza, ante la extrañada mirada de los ciudadanos, siguiendo los carteles que anunciaban la salida más próxima. No tardó en hallarla, por lo que se agarró la cola del vestido como pudo, desenredó los tacones rotos del vestido —no entendía por qué los llevaba todavía encima, en lugar de haberlos tirado por el camino. Probablemente los había considerado inconscientemente una especie de trofeo por haber salido con vida de allí y del que no quería separarse— y se los colgó de un dedo. Exhausta y desesperada, ascendió los escalones de piedra de la boca de metro, dejando atrás el hedor de la estación, y respirando, por fin, aire fresco. La luz de la mañana le dio la bienvenida y, apoyados a ambos lados de la boca de metro, François y Agatha —unos buenos compañeros de la agencia— la recibieron con una sonrisa. Alrededor del lugar otros agentes de paisano que conocía bien vigilaban la zona.

—Nos alegra que estés con vida, Méryl —la saludó Agatha, para extenderle a continuación un abrigo. Solo al ver la prenda se percató de lo helado que estaba el suelo bajo sus pies desnudos.

Con ello, la introdujeron en una furgoneta negra. En el interior, Jordan le sonrió con gesto de alivio. De repente, el rostro se le tornó algo más oscuro al fijarse en las manos de ella.

—Veo que has perdido el bolso con los datos. Al menos aún tienes la pulsera, nos servirá para no dar por perdida la misión.

—¿Perdida la misión, después de todo lo que he pasado? —inquirió Méryl, indignada. Seguidamente, sustituyó el gesto de rabia por una sonrisa—. Parece que no me conocieras, Jordan…

Enseguida se introdujo las manos al interior del vestido. Se palpó el sujetador y de él extrajo el pequeño y falso espejito de mano, preciosamente ornamentado con motivos florales. Lo levantó hasta la altura de los labios y lo besó, triunfante.

—¡Lo tienes! —exclamó su pretendiente, emocionado.

—Lo tengo —asintió, orgullosa—. Y con él, tenemos a Louis y, más importante aún, a la mujer del presidente.

Los demás compañeros en el interior del vehículo se unieron a la celebración con aplausos y risas. Pronto la furgoneta se puso en marcha con destino a la sede oculta de la organización a la que pertenecían. Méryl, alias Marie Chantal Villeneuve, apoyó la cabeza —sucia de hollín y sudor— contra la helada ventanilla. Se quedó mirando fijamente las calles de París, reflexionando sobre las personas que se dirigían a sus trabajos sin saber que el destino del país pendía de un simple espejo de mano. La lluvia comenzó a chispear el cristal, mientras este reflejaba en el rostro de la chica una imponente torre Eiffel que se alzaba como símbolo de una Francia dura pero en grave peligro.

FIN.

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