DOS NIÑOS (PARTE II)
La monarca había tardado una media hora en volver a los aposentos de su hijo. Lo hizo furiosa, y le propinó tal paliza que el niño apenas podía moverse bajo las mantas de piel de lobo. Tenía un ojo morado, el labio reventado y todavía le escocia el cuero cabelludo allá donde su madre le había arrancado de cuajo un mechón de pelo en el furor de la ira. Además, le había retirado a Juguetón como parte del castigo; no sabía cuándo podría volver a verlo.
A pesar de todo, lo que más temía Sansho era el destino de aquel primer amigo que le había durado tan solo unos minutos. ¿Estaría muerto? Es bastante probable. Las lágrimas surgían fruto de ese miedo en lugar de por los golpes.
Para rematar aquel día funesto, hasta su habitación llegaban los gritos de sus padres. El rey había montado en cólera al enterarse de lo que su consorte le había hecho al niño. Lo cierto es que el conocido como Señor de los Castillos no tenía nada que ver con la Reina: era duro, estricto y despiadado con todos los demás, sí; pero a Sansho le demostraba un respeto y aprecio que aquella mujer de largos cabellos blancos nunca había querido otorgarle. De un momento a otro, las puertas se abrieron en un estruendo que, de no haber sido por el dolor, habrían hecho saltar al muchacho.
—¡Mirad cómo habéis dejado al heredero de Neÿrlanth, mala mujer! —el pequeño pudo atisbar, por el rabillo del ojo, que el Rey había abierto las puertas usando el cuerpo de la Reina como ariete. De hecho, la sujetaba violentamente por la nívea cabellera—. ¡Es la última vez que ponéis un solo dedo sobre Alfonso!
La mujer guardó silencio, pese a que cada fibra de su cuerpo demostraba un enorme odio contenido. Por su parte, Sansho sintió extraño que su padre lo llamara por el primero de sus nombres; normalmente utilizaba el segundo. Se había acostumbrado a que la mayoría de personas nativas de aquel reino, incapaces de pronunciar «Alfonso Sancho», lo adaptaran a su extraña lengua, primero como «Alÿefonsansho» y, más tarde, simplemente «Sansho». Ni siquiera la Reina era capaz de llamarlo de otra manera.
—Lo… lo siento, mi señor… —escupió como pudo la madre, de forma claramente no genuina, sino obligada por las circunstancias y, quizás, por algo más.
El corpulento hombre, de cabellera ondulada y larga, similar a la de su hijo, la expulsó de la estancia, de nuevo, manipulandola por el cabello. Por la sombra proyectada desde el exterior, Sansho dedujo que la Reina había caído de rodillas sobre el suelo de piedra. Acto seguido, el Señor de los Castillos cerró las puertas con odio y suspiró, agotado. Tras unos segundos, se acercó a la cama del niño.
—Sancho… —susurró con voz grave, para alegría del infante. No le gustaban los arranques violentos de su progenitor, así que escuchar que lo llamaba por su segundo nombre, como siempre, lo ayudó a sentir que volvía a ser el de siempre.
—Mmmm… —El aludido solo pudo emitir un sonido quejumbroso.
El Rey se sentó junto a él en la cama, cabizbajo.
—Siento lo que vuestra madre os ha hecho. Vos también habéis actuado mal; ya sabéis que no se os permite moveros por las plantas inferiores del castillo ni hablar con nadie que no esté autorizado. Vuestra madre y yo tememos a los asesinos. Os lo hemos advertido mil veces: muchos desean vuestra cabeza como trofeo.
»Las gentes de este reino nos odian: a mí me ven como un invasor —rió, entre irónico y avergonzado—; en realidad, lo soy. A vuestra madre la ven como una traidora por casarse conmigo y abrazar la cultura castellana. En cuanto a vos… pequeño, vos sois el inicio de un nuevo linaje, una nueva casa de reyes que dominarán estas tierras en beneficio de mi país natal: Migraz. Nos odian, Sancho, nos odian con todas sus fuerzas, y es vuestro deber sobrevivir, plantar vuestra semilla y hacerla crecer y perdurar por los próximos siglos. Debéis aplastar a los que se resistan a aceptar el nuevo orden castellano, pero para ello habéis de vivir. Si ponéis vuestra cabeza en peligro, perderemos todo por cuanto he luchado. Pronto mi imperio abarcará todo el mundo conocido, vuestra permanencia es vital para ello. Además, vuestra madre no ha podido tener más hijos, y es la única descendiente de la anterior familia real de Neÿrlanth. Perderos traería de nuevo las guerras a este país, y me alejaría de mi Gran Conquista.
Sansho se sintió un poco decepcionado. Creyó que el rey venía a consolarlo; sin embargo, había terminado por reñirlo y sermonearlo. Peor aún: supo enseguida que no podría preguntarle por el destino final de Jon. Se echó a llorar.
—Sí, padre… —fue todo cuanto pudo responder.
El monarca le acarició el pelo, cansado, y se marchó del lugar sin darle un beso. Sancho tampoco lo esperaba, habría sido mucho pedir. Aquella noche soñó con una gata gigantesca y blanca que lo perseguía por el castillo hasta alcanzarlo. Despertó a tiempo, cuando la felina, tras juguetear con su pequeño cuerpo como si de un trozo de patata se tratara, se disponía a devorarlo.
Jon se estremeció por el dolor y la heladez de la carne. Tras una sesión de latigazos en el patio bajo la atenta mirada de la Reina, lo habían llevado a la estancia en la que dormía con su abuela, junto a las cocinas. Ella le estaba tratando las heridas sanguinolentas colocándole varios fríos filetes sobre ellas.
—Sois un estúpido rebelde, como siempre, Ksejon. —la anciana mujer, de pelo y piel tan blancos como él, se veía contradictoria. Su rostro y ceño mostraban tristeza y compasión. Su voz y palabras, en cambio, rabia y severidad—. ¡Os he dicho mil veces que los pisos superiores están prohibidos!¡Hasta cuando nos meteréis a los dos en problemas! ¿No pensáis compadeceros nunca de esta vieja mujer?
Las regañinas eran más pesadas que las heridas. Odiaba decepcionar a su abuela, pero siempre había sido un espíritu indómito y se negaba a cerrar los ojos ante las curiosidades de la vida. No, la ignorancia no era para él.
—Solo subí un momento. Esa mujer estaba loc…
—¡Shhh! iKhanakse-Zi! [«¡Calláos!»] —le ordenó la abuela—. ¡No os atreváis a hablar en contra de su majestad la Reina! No solo es que os cortarán la cabeza, ¡es que ella es la madre de esta nación!
—Una madre no traiciona a sus hijos, abuela. Una verdadera reina no se une al invasor, el hombre que masacró a su fami… ¡Ahhh! —la mujer le clavó las uñas en una de las heridas, haciéndolo sangrar de nuevo.
—¡Aleksejon! —cuando lo llamaba por su nombre completo el significado era claro: estaba furiosa— ¡Os he dicho que no opinéis sobre asuntos que no entendéis! Es culpa de esos muchachos estúpidos con los que os relacionáis. Vos no vivisteis lo que yo viví, no presenciasteis lo que yo presencié. Nadie os obliga a amar a la Reina, pero yo sí os obligo a que la respetéis.
El joven guardó silencio. «No puedo respetarla después de ordenar que me dieran latigazos por jugar con su hijo. No puedo respetarla después de verla quedarse y observar, morbosa, cómo me arrancaban trozos de piel con cada golpe», pensó, sin poder expresarlo a su conservadora abuela. Ella nunca veía nada malo en la Reina Loca, como la llamaban sus amigos —y todos, en realidad—, sino que la defendía, aún sin argumentos.
Los siguientes dos días Jon tuvo que aguantar la humillación y el pesar de ver a su azarosa abuelita trabajar el doble para sustituirlo en las cocinas. «El que no trabaja, no come» decían los mayordomos del palacio, y la anciana no permitiría que el inquieto muchacho se muriera de hambre. Sin embargo, él no pudo soportarlo más; al tercer día, bastante antes de sentirse realmente recuperado, volvió al trabajo. Además, había un asunto pendiente: tenía sed… mucha sed… de venganza. Quería hacerle al hijo de la Reina lo que ella le había hecho a él. La abuela le había explicado el por qué de esa obsesión de la monarca por evitar que Sansho se relacionara con otros niños. Pues bien, ahora él le daría donde más le duele a la cruel mujer: una espalda rasgada a sangre fría sería el dulce desquite. Sabía que podría hacerlo fácilmente: aunque eran de edades similares, Jon tenía una complexión superior; se veía más fuerte tanto en carácter como en físico en comparación con aquel niño débil y asustadizo. Lo amordazaría para acallar sus gritos. Después de eso, huiría de palacio: anda que no había cocinas donde, con sus conocimientos ya avanzados, lo recibirían. Neÿrlanth aún contaba con numerosos asentamientos nobles en los que servir cómodamente.
Ese mismo día comenzó con sus quehaceres muy temprano, mucho antes del primer rayo de luz. Preparó la masa del pan para el panadero. Reabasteció las alacenas y, posteriormente, trasladó a las cocinas los ingredientes para las muchas comidas del día. Encendió los fuegos, peló y picó las legumbres, sacó las carnes en salmuera y las preparó para el jefe de cocina. Aunque eran las labores habituales, se quedó exhausto mucho antes de tiempo debido a las heridas, que le dificultaban los movimientos.
Cuando por fin le llegó el descanso para comer, decidió colarse en la zona de lavandería y robarse unas sábanas sucias. Después de meterse un trozo de patata —sí, cruda; era su tentempié favorito— en la boca, subió a hurtadillas hacia los pisos superiores. Fingiendo ser un miembro de la limpieza, se paseó por las zonas reservadas para el servicio pero que, convenientemente, conectaban con las habitaciones reales. De vez en cuando, algunos sirvientes se lo quedaban mirando, dudosos. Sin embargo, el chico reflejaba tanta seguridad en sus formas, que dieron por hecho que se trataría de un nuevo miembro recién contratado.
Pronto dio con la habitación de los juguetes, con ese nombre la recordaba. Para su desgracia, estaba custodiada por dos guardias extranjeros, por lo que tuvo que mantener el paso y seguir de largo. Tan absorto se quedó mirando la puerta, que no vio que tenía a alguien por delante. Así que, finalmente, chocó contra un hombre de gran envergadura: se trataba de otro guardia extranjero.
—¡Disculpad, señor! —dijo Jon, en un castellano con acento, y con una reverencia. El guardia lo apartó de una patada, como si de una molesta piedra en el camino se tratara, haciéndolo caer al suelo.
—¡Basta! —se escuchó protestar a una voz infantil, de sonido algo débil, pero firme. Cuando Jon levantó la vista, se dio cuenta de que era Sansho. Sin embargo, antes de poder alegrarse de haber dado con el estúpido crío, algo lo dejó helado: el niño tenía la cara llena de heridas, uno ojo morado, y signos de haberse reventado el labio inferior. Sí, tenía un aspecto terrible.
El príncipe, que pretendía ayudar a levantarse a aquel supuesto niño sirviente, se sorprendió al notar que se trataba de su nuevo amigo. Rápidamente lo agarró de las manos para ponerlo en pie. Quiso gritar «¡Jon!», pero los guardias no debían enterarse de que era el muchacho por el que la Reina se había puesto tan furiosa. Por un momento no supo cómo reaccionar, así que giró la cabeza para observar con severidad al guardía que había agredido a su amigo, a modo de regañina. El hombre agachó la cabeza en gesto de sumisión. Se quedaban sin tiempo, así que dijo lo primero que se le ocurrió.
—Muchacho, ¿a dónde vas con esas sábanas? —Jon, por su parte, no supo qué responder a esa pregunta. Se llenó de temor y se quedó en blanco—. ¿Acaso vais a lavarlas? —prosiguió, ante el silencio.
—Eh… Sí… ¡Eso es! Mi señor, las llevo a la lavandería.
—¡Para vos soy «alteza», idiota! —lo corrigió el príncipe, mostrándose severo para no levantar sospechas. El aludido realizó una reverencia y rogó disculpas—. Si vais a lavar eso, venid a mis habitaciones: he mojado la cama y aún no han cambiado las sábanas.
Jon no pudo evitar poner un gesto de repugnancia, oculto parcialmente gracias a que aún mantenía la reverencia. Sansho, sin embargo, lo vio gracias a tener su misma estatura, y tuvo que aguantarse la risa.
—Por supuesto. —El príncipe, le hizo gestos con los ojos para que se diera cuenta de que estaba siendo descortés—. ¡Su alteza! Es decir, por supuesto, su alteza.
—Alteza —interrumpió el que parecía liderar al grupo de guardias—, recordad que no está permitido que ninguna persona sin autorización expresa de la Reina acceda a vuestras habitaciones.
El niño príncipe lo miró con suma indignación.
—¿Acaso he de dormir sobre mi propia orina? ¿Es eso lo que estáis diciéndome, guardia? ¡Que caigan sobre mí otra vez los golpes de la Reina con tal de que el heredero al trono de Neÿrlanth duerma sobre un lecho limpio! ¡Y que caiga sobre vos la hoja del hacha de mi padre, el rey, si osáis hacerme descansar sobre las sábanas sucias!
El aludido agachó la cabeza, otra vez, en señal de sumisión. Con eso, Sansho dio la orden de continuar con la marcha. Jon esperó a que el séquito fuera unos cuantos pasos por delante para seguirlos. Cuando llegaron a las habitaciones y abrieron las puertas, el guardía intervino de nuevo.
—Alteza…
—Dejad las puertas abiertas mientras este sirviente recoge mis sábanas, para mayor seguridad. —Sansho se apresuró a hablar para eludir al guardia—. Si me ocurriera algo, os llamaré para que entréis enseguida. Eso sí: ni se os ocurra cruzar las puertas si no es orden mía, ¿entendido?
—¡Sí, alteza! —respondieron todos los hombres, al unísono. Con ello, los dos niños se introdujeron a la enorme estancia, ante la enorme sorpresa de Jon al ser testigo de las maneras tan pedantes, adultas y rebuscadas del príncipe para con sus súbditos.
Una vez se encontraron al fondo, donde no podrían escucharlos si hablaban en voz baja, el noble jovencito sorprendió otra vez a su nuevo amigo, esta vez con un abrazo fuerte y alegre, alejado de la distancia y petulancia inmediatamente anteriores.
—¡Qué hacéis! —Exclamó Jon, manteniendo el tono bajo. No quería que aquel niño rico lo abrazara tan efusivamente; sin contar que, con aquel gesto, le estaba presionando las heridas de los latigazos.
—¡Estáis vivo! ¡Pensé que madre os habría cortado la cabeza!
Jon enmudeció por el largo momento que duró el abrazo. No se esperaba que aquel príncipe, hijo de tan detestable mujer, se preocupara por él, ni que se alegrara de verlo con vida. Tampoco que el castigo pudiera haber sido tan drástico. Por fin, el noble niño soltó al aprendiz de cocinero.
—En realidad me dieron latigazos, pero nada más —su amigo bajó la mirada, apenado—. Antes habéis dicho: «que caigan sobre mí otra vez los golpes de la Reina». ¿Acaso ella os ha hecho todo eso? —señaló los moretones en la cara. La mirada de Sansho se ensombreció aún más para, a continuación, asentir con la cabeza—. ¿Por qué os ha golpeado vuestra madre? ¿Qué habéis hecho?
—Fue por… por haberos permitido entrar en mi habitación. Por hablar con vos. Por conoceros.
Una vez más, Jon enmudeció.
Agarró con fuerza el tenedor que llevaba oculto en el bolsillo y con el que había planeado rasgar la espalda del niño príncipe. Lo apretujaba, como intentando aferrarse a una determinación de venganza que, en realidad, se le escapaba entre los dedos. En su lugar, un sentimiento de compasión lo inundó, conmoviéndose de que aquel niño asustadizo y estúpido no solo lo apreciara como un buen amigo, sino que hubiera sufrido un castigo más severo que el suyo propio.
—San… Bueno, os llamáis Sansho en realidad. Yo…
—No tenemos mucho más tiempo, se supone que estáis cambiando las sábanas —el hijo del rey se apresuró a mover los cojines de la cama para recoger las prendas— No podremos volver a vernos, Jon; no me dejan tener amigos. Al menos sé que estáis bien, eso me alegra mucho. Ha sido divertido conoceros y jugar por un ratito. Siento mucho los golpes de mi madre, pero si estáis vivo lo agradezco —Jon se lo quedó mirando, pensando mil cosas a la vez, arrepintiéndose de haber deseado hacerle daño a aquel niño inocentón—. ¡Vamos, ayudadme, o pronto llamarán a la Reina!
—¡Volveremos a vernos! —dijo el chico de la piel pálida, con máxima determinación—. ¡Podemos ser amigos! ¡La Reina no tiene por qué enterarse!
Sansho se giró; por un lado, estaba asustado ante la idea de desobedecer a sus padres. Por otro, emocionado ante la posibilidad de no tener que perder al único amigo que tenía.
—No podemos… Os matarán…
—¡No se enterarán! ¡Creedme! —Al aprendiz le brillaban los ojos. Le pareció la mejor forma de vengarse de la Reina sin tener que abandonar a la abuela a su suerte—.
—¿Alteza? —La voz áspera del guardia, desde el exterior, los interrumpió—. ¿Va todo bien?
Ambos se miraron, asustados.
—¡Sí! —se apresuró a responder el príncipe—. El sirviente está cambiando las sábanas. Se marchará enseguida. —El silencio que siguió, les dio un pequeño respiro. Con ello, volvieron a los susurros—. ¡Debéis marcharos, Jon!
El niño sirviente se puso a observar a todas partes, buscando alguna forma de mantener el contacto con Sansho. Enseguida se fijó en los ventanales, a los que se acercó para asomar la cabeza. Ante él se abría un vacío de varios metros; sin embargo, se fijó en que justo debajo comenzaban las plantas dedicadas a la lavandería y a los sirvientes que atendían directamente a la familia real. Por último, e inmediatamente debajo de la sección de lavandería, se encontraba la zona de cocinas, en la que también vivía el muchacho. Con un poco de esfuerzo, sacó medio cuerpo al exterior, para horror del príncipe. Gracias a ello pudo fijarse que la zona que tenían bajo sus pies era, concretamente, un área de lavado de ropas. Con eso, se introdujo una vez más al interior de la estancia.
—¡Ya lo tengo, Sansho! —Su sonrisa era a la vez alegre, emocionada y maliciosa—. Buscad para esta noche una cuerda fuerte, larga y resistente. Cuando la tengáis, atadla a los pies de vuestra gigantesca cama y sacadla por la ventana. Cuando apaguen las cocinas subiré hasta la zona de lavandería y saldré allí —lo llevó del brazo hasta la ventana para enseñarle el área de lavado— para esperaros. Estad atento a mi llegada. Entonces bajaréis por la cuerda y podremos jugar. ¡Traed las figuritas de madera en una bolsa! También colgad una sábana roja y larga, para que pueda verla desde fuera y saber cuál es vuestra ventana. Ah, ¡y vestid de negro!
—¿Estáis loco? ¡No sé bajar por una cuerda, me mataré!
El aprendiz de cocinero rió con una mueca de oreja a oreja y comenzó a recoger las sábanas de la cama.
—¡Aprenderéis, será divertido! ¡Os convertiré en un gato, como yo! —con eso se encaminó hacia la puerta, con las protestas del príncipe a sus espaldas—. Nos vemos esta noche, ¡no me falléis!
—¡Jon! —su susurro casi se convierte en un grito. Estaba aterrado ante la idea de jugar a las escaladas en una zona tan peligrosa.
Sin embargo, el audaz muchacho lo ignoró y simplemente, cuando estuvo en el marco de la puerta, le realizó una profunda reverencia junto con un «alteza» a modo de despedida. Sansho salió de la estancia, abrumado.
—¿Todo bien, alteza?
El príncipe se limitó a asentir con la cabeza, con gesto preocupado. Acto seguido volvió a su habitación y cerró las puertas tras él. El silencio y la soledad del lugar le encogieron el corazón, dubitativo sobre si debía embarcarse en esta aventura que podría costarles la vida a ambos.
Continuará…