Olivier G. Durán | Escritor

DOS NIÑOS (PARTE I)

El niño de piel olivácea seguía a su gatito negro, «Jueguetón», por las habitaciones reales. No paraba de reír mientras lo veía saltar de la cama al suelo, del suelo a una de las sillitas de madera, y de ahí a la ventana. De repente, se abrió la puerta: la Reina hizo acto de presencia, acompañada de esa extraña anciana que la seguía a todas partes.

—¿Qué hacéis, hijo? —Como de costumbre, la mujer de piel extremadamente blanca sonreía de una manera que preocupaba al niño: con un aura oscura y tenebrosa, a pesar de la voz amable. Desplazó los ojos hacia el gato en la ventana y prosiguió antes de que el infante pudiera decir nada—. Algún día Juguetón se cansará de que le persigáis y os dará un buen mordisco; no es la primera vez que os lo advierto.

—Lo sé, madre —el jovencito se acercó corriendo a la Reina y abrazó su vestido de color verde oscuro, casi marrón—. ¿Jugaréis conmigo hoy?

La aludida respondió con unos suaves golpecitos en el cabello negro, largo y bastante ondulado de su hijo.

—Lo siento, Sansho; una Reina no tiene tiempo para jugar, ya lo sabéis.

El pequeño puso un gesto de decepción. La monarca nunca jugaba, debería saberlo. Y, sin embargo, no perdía la esperanza de que ella lo acompañara alguna vez.

—Sí, lo sé madre —dijo en voz baja y, con ello, la soltó.

La mujer lo observó con unos ojos pesados durante unos largos segundos. Entonces, se peinó el cabello blanco, brillante y liso hacia atrás.

—Jugad solo un poco más, pronto será hora de vuestra clase de lenguaje castellano con el señor Rodrigo. —Y, con eso, la noble señora salió de la habitación. Parecía no agradarle pasar demasiado tiempo con su vástago. Sansho notó que la consejera de su madre —una anciana de piel lechosa y arrugada, con algunas canas en los cabellos castaños— se lo quedó observando por la abertura de la puerta. Cuando levantó la cabeza para devolverle la mirada, la vieja mujer se retiró, dejando la puerta entreabierta.

El niño se dejó caer sobre algunos cojines regados por el suelo de piedra. Tenía ganas de llorar.

«Estoy harto de estar solo», pensó. «Ni siquiera mi madre quiere ser mi amiga…».

Juguetón se acercó, mimoso, y se restregó contra las manos de Sansho. Tras unos segundos, pegó un saltó y se dirigió a la puerta.

El pequeño príncipe no fue consciente al principio. Solo pasados unos segundos miró al gatito y se dio cuenta de que se asomaba, curioso, por la abertura de la puerta.

—¡No, Juguetón! ¡Quieto! —gritó, alarmado, para a continuación levantarse de un saltó con el objetivo de evitar que el animal saliera al exterior.

Su efusividad, sin embargo, no hizo más que asustar al gato, quien emprendió raudo la huida. Sansho corrió tras él, asustado. Desde que se lo regalaron, Juguetón nunca había salido de aquella habitación.

Además, sabía que a la Reina no le haría ninguna gracia enterarse de aquello.

El jovencito era muy rápido, pero se cansaba enseguida. Su mascota, en cambio, parecía no conocer ningún límite y era tan esquivo como el más saltarín de los conejos.

Así, el felino pronto alcanzó las escaleras destinadas a los sirvientes y descendió a toda prisa hacia el oscuro interior del castillo. Una vez en los pisos inferiores, el pequeño gato consiguió mimetizarse con las sombras. Fue incapaz de encontrarlo.

«No debería haber venido hasta aquí, ¡madre me va a matar!», se dijo, muy asustado.

De repente, escuchó una voz infantil entonando una canción en un idioma que le era lejano, uno que sonaba igual al que usaba a menudo su propia madre, la Reina. Con curiosidad, se fue acercando al lugar del que provenía el sonido. Aunque miedoso, asomó lentamente la cabeza a través de la entrada del habitáculo: allí, tumbado sobre una pila de sacos de patatas, un niño le ofrecía un gran trozo de patata a Juguetón, quien lo observaba cantar, embobado. El jovencito se veía de una edad similar a la suya y tenía la piel tan blanca que parecía un fantasma. Solo el brillo de sus cabellos negros y lisos le restaba a ese aura inquietante. De un momento a otro, dejó de cantar en aquella lengua antigua.

¿Zaeri na?

Sansho se quedó quieto, sin saber a quién le hablaba aquel extraño. Tras un breve silencio, el desconocido levantó la cabeza y le lanzó el trozo de patata al príncipe, dándole en la nariz.

—¡Auch! ¿Cómo os atrevéis a golpearme?

—Ah, habláis castellano —contestó el niño, con un acento tan extraño como el de la Reina y su séquito—. ¿Quién sois, cómo os llamáis? No deberíais estar aquí.

El aludido se lo quedó mirando con algo de rabia y sobándose la nariz. Una vez descubierto, se animó a entrar.

—¡Ese es mi gato! —se limitó a exclamar, señalando con un dedo autoritario a la mascota.

Una vez dentro, se dio cuenta de que el lugar era una especie de almacén de alimentos o alhacena. También, de que aquel niño malo tenía la cara algo manchada de lo que parecía algún tipo de alimento en polvo.

—Los gatos no son de nadie —le respondió su nuevo adversario—. Son… gatos, niño tonto. —Sansho sintió que le subía la sangre a la cabeza. Aunque, al mismo tiempo, no estaba seguro de si era únicamente rabia o la emoción de, por fin, relacionarse con un niño de su edad—. Por vuestros ropajes, debéis de ser miembro de alguna de las familias nobles. —El gato se acercó al desconocido con curiosidad, por lo que este volvió a coger una patata de una de las bolsas, la partió por la mitad y le dejó una en el suelo a Juguetón, quien corrió a olerla y lamerla. La otra mitad se la metió él mismo a la boca, cruda, para disgusto del príncipe—. Entonces, ¿quién sois?

La curiosidad del noble chiquillo y la posibilidad de hacer un amigo fue mayor a la indignación que había sentido. Después de un rato en silencio, decidió contestar.

—Soy el hijo del Rey…

El otro niño, que se había recostado aún más sobre los sacos de patatas, se incorporó con clara sorpresa, limpiándose la boca.

—¿Enserio? —Hizo una pausa, pensativo—. Tiene sentido, vuestra piel es oscura. —El príncipe se observó las manos. Aunque el Rey y sus amigos eran tan morenos como él, en el corazón afloraron dolores y recuerdos, traumas de haberse sentido un extraño en su propia tierra, un reino compuesto de una población mayoritariamente pálida y con un idioma ininteligible para él—. ¿Cuál es vuestro nombre? Fuera del castillo todos os llaman «el niño príncipe» o simplemente «el niño». Nunca he oído vuestro nombre.

«Fuera del castillo…», pensó el hijo de la Reina, con emoción contenida. «Nunca he oído nada de lo que pasa fuera de estos muros, pero este chico parece conocer muy bien a la gente del exterior».

—Me llamo San… —se interrumpió. Un miedo le recorrió la columna, haciéndole arrepentirse enseguida de descubrir su verdadero nombre. Era, por supuesto, el miedo a su estricta madre—. San, el príncipe.

Aquel compañero de piel nívea sonrió, mostrando unos dientes blancos chispeados con trocitos de la amarilla patata.
—Pues yo soy Jon… —sonrió, imitando divertido la pausa de su nuevo amigo antes de añadir el apelativo—. Jon, el aprendiz.

—¿Aprendiz?

—Aprendiz de cocinero. —A Sansho le brillaron los ojos al oírlo. Se imaginó cómo sería la vida de Jon, cómo sería aprender a cocinar. La curiosidad que sentía era inmensa—. ¡Algún día vos comeréis lo que yo os cocine! ¡Y el Rey también! ¡Y la Reina…!

«¡Ah, lo había olvidado! ¡Madre! ¡Tengo que irme de aquí enseguida!», se alarmó el príncipito.

—¡Tengo que irme, a Madre no le va a gustar que haya bajado hasta aquí!

Jon se mostró aburrido y decepcionado. Levantó los hombros, en gesto de indiferencia.

—Vale, pues adiós —se limitó a responder para, a continuación, meterse otro trozo de patata a la boca.

Sansho se quedó mirando al gato negro, que todavía jugueteaba con la patata. Luego miró alrededor; el almacén de piedra contaba con múltiples puertas y no recordaba exactamente por cuál había entrado. Es más, no estaba seguro de cómo volver a sus aposentos. Empezó a dar vueltas sobre sí mismo, confuso.

El chico no quería admitir que se había perdido.

—Vamos, Juguetón. —Agarró al animal y lo sostuvo entre sus brazos. Con eso, se encaminó a la primera salida que vio.

—Por ahí no, a no ser que queráis meter al gato en el horno. —Sansho se detuvo, con el ceño fruncido—. Estáis perdido, ¿verdad? Os ayudaré a volver, pero con una condición: enseñadme vuestras habitaciones.

Al príncipe se le descolgó el labio.

—¡Madre se pondría furiosa! ¡No me deja tener amigos, y menos un sirviente!

Al niño harapiento no pareció afectarle el desprecio.

—Mi abuela también me ha prohibido subir a la zona de la nobleza, pero no tienen por qué enterarse. Será algo rápido; siempre he tenido curiosidad por saber cómo vivís ahí arriba. —Sansho parecía contrariado e indeciso, asustado también—. Es eso o quedaros atrapado aquí hasta que la Reina se entere de todo.

Un suspiro cerró el trato.

—Vale, pero tiene que ser algo rápido, no pueden pillarnos.

Con ello, Jon se puso en pie de un salto, se restregó las manos en el extremadamente sucio pantalón y con la diestra le agarró la oreja a Sansho para tirar fuertemente de ella.

—¡Ah, qué hacéis! —Aunque el príncipe intentó zafarse del doloroso agarre, su nuevo amiguito lo tenía bien asido y no lo soltó.

—Así cerramos los tratos aquí abajo —dijo, con una sonrisa—. Es una promesa: mi ayuda a cambio de que me enseñéis vuestras habitaciones. Tirad de la mía.

El principito observó con asco la oreja del otro muchacho. No le apetecía en absoluto tocar aquello.

—No, si no hace falta Jon…

—¡Venga, niño! —Agarró la noble mano del hijo del Rey y la llevó hasta su oído—. Hacedlo o me negaré a ayudaros.

Sin opciones, Sansho apretó el cartílago y tiró de él con fuerza, a lo que Jon respondió con otro doloroso tirón.

—¿Ya está? —Todo lo que quería su alteza real era dejar de tocarle esa piel que imaginaba grasienta.

—¡Sí, es una promesa! —Volvió a sonreír ampliamente—. ¡Vamos!

Nada más entrar a la habitación, el príncipe soltó a Juguetón. Este corrió y se subió a la inmensa cama. Su amigo se asomó, con un temor reverencial. Tenía los ojos abiertos de par en par. Ahora, a plena luz, podía distinguir mejor sus rasgos: era un poco más alto que él y su ropa parecía aún más sucia de lo que había pensado. Tenía una nariz pequeña y en punta, los ojos grises y los labios pálidos y resecos. El cabello liso y brillante, como había advertido, era lo único que lo hacía más humano, menos fantasmal.

—¡Corred, pasad de una vez! —lo urgió—. ¡Al final nos van a pillar!

El aludido hizo caso enseguida. Una vez dentro, cerró la puerta tras de sí.

—Wao, San… Esto es tan grande como una alhacena… no, ¡más grande! ¿Y es todo vuestro?

—Ajá… Esta es mi cama.

—¿Eso es una cama? —Después de preguntarlo, corrió y pegó un salto para subirse a ella. Sin embargo, previendo lo que iba a hacer, Sansho lo detuvo en pleno vuelo.

—¿Qué hacéis? ¡Estáis todo sucio, mancharéis las sábanas!

Jon se observó las manos —como si fuera lo único sucio que tuviera en el cuerpo— y rió, apenado. Sansho, por su parte, se fijó en los múltiples callos y cicatrices de cortes que se veían en ellas.

—¡Tenéis razón! Volveré otro día, cuando me haya bañado.

Su amiguito se puso pálido.

—¿Otro día? ¿Cómo otro día? ¡No habrá otro día, no podéis volver!

Jon, sin embargo, hizo caso omiso. Se lanzó a por unos soldaditos de madera que estaban desperdigados por el suelo.

—¡Ala! ¿Son soldados? —Parecía genuinamente emocionado—. ¡Yo también tengo algunos! Aunque no son de madera, son de paja. A veces también me los hago con pepinos y zanahorias, pero acaban pudriéndose. ¡Nunca había visto unos de madera! —Sansho se quedó estupefacto con lo de las zanahorias— ¡Pero si tienen las caras pintadas! ¡Y armaduras!

Henchido de un orgullo satisfaciente, pronto el príncipe olvidó aquello de que el niño sucio volvería a la habitación.

—Tengo más juguetes. ¿Queréis verlos, Jon?

El muchacho, que se encontraba arrodillado jugando con los soldaditos, levantó rápidamente la cabeza con ojos brillantes.

—¿Me los enseñaríais? ¡Claro que quiero verlos!

Los siguientes minutos los pasaron sacando ingentes cantidades de muñecos, cajas sonoras, caballitos de madera y demás virguerías. Enseguida se pusieron a jugar y olvidaron que uno era el hijo del Rey y el otro un huérfano harapiento al cuidado de su abuelita. En medio del juego, Jon le despeinó el pelo a Sansho, y le pasó las manos sucias por la cara y los ropajes, llenándolo de manchas oscuras. De repente, un estruendoso sonido los hizo saltar.

Ante ellos una mujer de piel pálida y hermosa pero de rasgos crueles los observaba con el rostro desencajado. Sus iris azules grisáceos saltaban de su hijo al indeseable intruso, hasta que terminaron por detenerse sobre el primero. La cara se le desencajó aún más. Tras unos segundos de silencio y tensión, levantó el dedo índice, señalando a Jon.

—¿Qué… qué hace él aquí? ¿Qué hace ÉL —repitió, remarcando fuertemente el pronombre al pronunciarlo— aquí, Sansho?

El huérfano, aunque asustado por la mirada de odio de la Reina, giró instintivamente la cabeza hacia su nuevo amigo al oír el nombre completo de este.

—¡Madre! —fue todo lo que pudo responder el príncipe. El terror lo había dejado congelado.

Con eso, la monarca agarró al aprendiz de cocinero por el brazo con una violencia inusitada, que de seguro debió causarle un gran dolor en los miembros. Sin embargo, él no se quejó.

—¡Disculpad, señora! —exclamó, provocando que la Reina se detuviera y lo observara con los ojos desorbitados y el ceño tan fruncido que parecía que se le iba a romper la piel de la frente—. Sé que no debería estar aquí, no volverá…

¡Khanakse-Zi! [que, traducido, significa «¡calláos!»] —le gritó la mujer, en aquella lengua extraña que Sansho no podía entender. A continuación, le propinó a Jon un bofetón tan fuerte que estremeció a Sansho y lo hizo llorar. Tras ello, se agachó hasta ponerse a la altura del aprendíz de cocinero y lo zarandeó salvajemente—. ¡Mawamae ghalamÿai tike-Zi, vhïnim mÿn nas! [«¡No volváis a pronunciar ese idioma nunca más!»]. —Estaba fuera de sí, hasta los ojos se le inyectaron en sangre—. ¡Ÿuth miwikhemae-Zi, thömul! ¿Sendretta na? ¡Mawamae! [«¡Y no volváis aquí! ¿Me habéis oído? ¡Jamás!»].

Wer, donna [«Sí, señora»] —ahora sí, Jon parecía asustado—; onkazathö! Nizaini, Jeö zathöis! [«Lo siento muchísimo! ¡Por favor, disculpadme!»].

—¡Madre, no lo castiguéis, ha sido todo mi culpa!

La Reina miró ahora a su hijo, con odio y resentimiento. Susurró un «ya hablaremos tú y yo…» y, a continuación, arrastró al pequeño niño pálido y miserable fuera de la habitación. El príncipe se quedó en el interior, con el rostro empapado en lágrimas y las piernas temblando.

Continúa en PARTE II