Olivier G. Durán | Escritor

Una fotografía panorámica nocturna de Paris, con la torre Eiffel iluminada en el centro.

UNA DAMA NOCTURNA: PARTE I

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Marie Chantal Villeneuve apoyó los antebrazos sobre el frío y húmedo metal de la barandilla. Una lluvia intensa había empapado París durante toda la jornada lo que, unido al frío nocturno, evitaba que la ciudad se secara del todo. Ella sonreía ampliamente, mientras coqueteaba con un hombre de cabellos chispeados de canas. Las bajas temperaturas no les impedían disfrutar de aquel lujoso balcón, con vistas a la Torre Eiffel. A la mujer no parecía importarle que su pomposo y largo vestido palabra de honor en color negro se arrastrara por el suelo mojado; lo sacrificaría todo con tal de mantener la conversación con aquel multimillonario que la observaba, casi embobado, reflejando un feroz deseo con cada centímetro de él. Se acababan de conocer, pero a Marie Chantal no le gustaba perder el tiempo: aunque ya había sacado bastante partido al encuentro, proyectaba que para el amanecer habría obtenido de él todo cuanto necesitaba.

En el balcón no había nadie más; sin embargo, a tan solo unos pocos metros los rodeaba un espectacular salón repleto de personalidades de la política, la moda y el mundo financiero.

«¡Méryl, malas noticias» —Una voz masculina resonó en el interior del oído izquierdo de la joven. Ella, sin inmutarse, continuó la labor de seducción que llevaba a cabo con el magnate, fingiendo grácilmente que tal voz nunca la había llamado por su verdadero nombre, y que no llevaba un pinganillo oculto en la oreja izquierda. «¡Nos han descubierto!»

Esas últimas palabras, sin embargo, sí causaron una reacción en Marie Chantal, quien tuvo que llevarse la copa de champán a la boca para disimular que se le había cerrado la garganta en el transcurso de un segundo. Incluso tuvo que carraspear.

—¿Te encuentras bien, Marie? —inquirió el magnate, riendo, pues pensó que su ahogamiento provenía de la proposición indecente que acababa de dejar en el aire—. No me digas que te ha embriagado la timidez así, tan de repente.

«¡Méryl, tienes que salir pitando de ahí, te están buscando! Hazlo con disimulo y a paso relajado, no puedes llamar la atención. Camúflate entre la gente, ¡pero hazlo ya!»

La muchacha tragó saliva y se repeinó el cabello liso, que le caía hasta casi rozarle los hombros descubiertos y helados.

—Creo que se me está subiendo el champán a la cabeza, Louis —fingió un pequeño mareo—, y no me gusta sopesar ofertas tan… sugerentes estando mareada. Déjame que me lo piense mientras me retoco el maquillaje un poco y se me baja la copa, ¿te parece, mon amour?

Antes de que el multimillonario pudiera decir una sola palabra, la mujer ya le estaba dando un suave beso en los labios para deshacerse de él. Tras ello, abandonó el salón a paso lento. Lo hizo con una falsa sonrisa que pronto se desvaneció para dejar paso a un gesto preocupado y serio. Mantuvo en todo momento la cabeza algo baja, procurando que la cabellera le ocultara un poco los rasgos. Tenía la salida a tan solo unos siete pasos, pero no podía marcharse sin el bolso; en él guardaba un falso espejo de mano que, en realidad, se trataba de una memoria portátil en la que iba descargando las grabaciones de audio de su pulsera. Ya le había sacado al magnate datos vitales para la misión cuando la recogió en su limusina para ir juntos a la fiesta. Los había descargado en el falso espejo —por si la pulsera fallara— y no podía dejar tales revelaciones atrás para que cayeran en malas manos. Por ello, se dirigió hasta la zona de los abrigos para recuperarlo. Por desgracia, no había nadie atendiendo el área del vestidor. Dada la situación, se vio obligada a entrar por su cuenta y recuperarlo. Sopesó durante unos breves segundos si debería buscar también el fastuoso abrigo de piel que había traído a la gala, pero pronto desechó la idea: no tenía tiempo que perder, su vida estaba en serio riesgo.

Al salir del vestidor notó por el rabillo del ojo cómo una figura masculina, vestida por completo de negro, dirigió su mano a la oreja con un gesto rápido y urgente. «¿Un pinganillo, también?», se preguntó. Dicho hombre giró el torso lentamente para no dejar de observar a Méryl en ningún momento.

«Mierda; me ha visto, me ha reconocido», maldijo Méryl; pero no estaba dispuesta a rendirse. «¡De perdidos al río!», exclamó para sí.

Con ello, amplió la abertura de sus piernas al caminar para recorrer una mayor distancia sin necesidad de correr. Alcanzó en cuanto pudo la entrada y, con un gesto amable, se despidió de los miembros del servicio que custodiaban la puerta.

No estaba dispuesta a esperar un ascensor y arriesgarse a coincidir con ese hombre de aura peligrosa. Es más, sentía aquella presencia cernirse sobre ella a sus espaldas, no tenía ni un ápice de duda: la iba a seguir. Por ello, prefirió descender las elegantes escaleras de caracol que la llevarían a la libertad. Lo hizo a paso rápido; ahora que la habían pillado y se encontraba tan cerca de huir, no valía la pena esmerarse en fingir. Si bien no quería armar un escándalo corriendo como una loca, tampoco iba a reducir tanto el paso como para que pudieran alcanzarla.

—¡Méryl! ¿Estás ahí? —El pinganillo parecía vibrar ante la desesperación inicial del interlocutor—. Sigo viendo tu ubicación en el interior del edificio. Si en dos minutos exactos no recibo una respuesta tendré que interrumpir la señal y destruir la conexión.

La aludida se llevó la mano izquierda —con la que sujetaba el pequeño bolso de mano— a la boca, con disimulo.

—Jordan, aquí Méryl, estoy saliendo del edificio. Me están siguiendo, ¡necesito una vía de escape y la necesito ya!

En ese preciso instante la mujer salió a las húmedas calles de París. El golpe helado nocturno la hizo estremecerse. Sin pensárselo dos veces, tiró por el lado izquierdo de la calle, a paso ligero. La luz anaranjada de las farolas junto con los charcos la convertían en una especie de ciudad dorada, bruñida. Muy a su pesar, aquella zona estaba completamente vacía, añadiendo fuerza al miedo en su interior. 

—La tenemos —le respondió Jordan—: cuando salgas del edificio dirígete hacia la derecha. El equipo está listo para evacuarte, busca una furgoneta negra.

—¡Mierda, Jordan, he salido por el lado izquierdo de la calle! ¡Estoy yendo en sentido contrario a vosotros! —Méryl frunció el entrecejo con rabia. Miró a todas partes, esperando encontrar una calle que le permitiera cambiar de dirección, sin éxito. Justo en ese momento, escuchó la puerta del fastuoso edificio abrirse. «¡Ahí está!», señaló en su mente.

—Ya, estoy viendo tu recorrido en tiempo real. Dirígete en línea recta, al fondo encontrarás una plazoleta con una boca de metro. Voy a enviar a los chicos para allá.

—¡Daos prisa! —Cogió fuerzas para lanzarse a correr—. ¡Tengo al enemigo detrás de mí! —Esta segunda frase la tuvo que casi susurrar, puesto que salieron unos tres jóvenes de un portal, los cuales se la quedaron mirando como si sospecharan de ella, como si supieran que era una agente espía. Claro, eso era imposible, pero tampoco pasaba precisamente desapercibida; probablemente se debía al largo y llamativo vestido negro que arrastraba por las calles parisinas, o por llevar un palabra de honor sin mayor abrigo que su propia piel. Debido a esas profundas e inquisidoras miradas, decidió finalmente no correr como había planeado. Además, ya atisbaba aquella estación de metro; si la furgoneta llegaba a tiempo, pronto saldría de aquel embrollo.

Decidió echar una ojeada atrás, por fin, para distinguir a la persona que la seguía. Se horrorizó al ver tres hombres con trajes negros, claramente matones de la anfitriona de la fiesta: Beatrice Morin, la esposa del presidente de Francia.

—Jordan, me siguen varios hombres; repito, son más de uno. No podré deshacerme de ellos en combate, y es probable que vayan armados. ¡Ha sido una locura aceptar infiltrarme aquí sin un arma!

—Nos jugamos mucho en esta fiesta, Méryl, y sabes que son muy cuidadosos a la hora de buscar armas entre los invitados. —el joven pero experimentado informático parecía tener dificultades para ocultar su preocupación. Aún así, intentaba mostrar un tono neutro, como si no entendiera la gravedad de las circunstancias, cosa que enfurecía a la chica.

—Ya estoy aquí, Jordan. No veo al equipo por ningún lado.

—Nuestros chicos están teniendo problemas: los subordinados de Morin han intentado interceptar la furgoneta y eso los ha obligado a desviarse.

—¿Qué? —La mujer puso un gesto de horror.

—Estoy recalculando la ruta para que os encontréis. —Ahora sí, el chico sonaba genuinamente estresado—. Necesito que cruces la plazoleta y gires a la izquierda.

—Entendi… —No pudo terminar la frase. En cuanto intentó seguir las indicaciones del informático, se encontró con dos hombres con las mismas pintas peligrosas que sus perseguidores, viniendo desde esa dirección. «Mierda…», se quejó.

Observó la otra posibilidad: la calle de su derecha. Sin embargo, uno de los tres hombres que la seguían se había separado de su grupo y estaba cerca a alcanzar la esquina de dicha calle.

—Jordan, no tengo salida, ¡están por todas partes! Solo me queda el metro…

—¿Te has vuelto loca? ¡Están a punto de cerrar la estación, es muy arriesgado! Además, allí abajo perderemos la conexión, estarás sola e incomunicada.

Para entonces Méryl ya se encaminaba, decidida, a la boca de metro.

—Maldición, Jordan, ¡no hay más opciones! O bajo, o me matan aquí mismo. Manda un equipo a las estaciones de metro que le siguen a esta. Intentaré coger un tren, me da igual el sentido de circulación. Solo sé que en la siguiente parada me bajaré y correré a la salida.

—¡Méryl, el equipo está a punto de llegar…!

—¡Ya estoy dentro! ¡Haz lo que te digo!

—¡Vale, vale! —exclamó con evidente resignación y desacuerdo—. Voy a…

Eso fue lo último que escuchó del informático, antes de que se perdiera la conexión y la invadiera un silencio sobrecogedor solo roto por el repiquetear de sus tacones al descender corriendo las escaleras de la estación subterránea.

Continúa en PARTE II